Los nombres de las ciudades rusas casi siempre están relacionados con historias interesantes y presentan múltiples connotaciones. A veces también encierran motivaciones políticas.
Fuente: Russia Beyond the headlines, por Alexéi Mijéiev
Hace unos días el presidente Putin propuso la celebración de un referéndum para votar si se cambia el nombre de la actual ciudad de Volgogrado por el de Stalingrado, nombre que llevó entre 1925 y 1961.
Esta iniciativa cuenta con partidarios fervientes y con detractores no menos apasionados. Los partidarios afirman que la restitución del antiguo nombre es una manera de preservar el recuerdo de la hazaña que realizó el pueblo ruso en la Segunda Guerra Mundial
Los que se oponen, por su parte, lo consideran inadmisible, ya que de este modo se rehabilitaría el nombre de Stalin, para muchos un dictador y un tirano sangriento. Es curioso que no se haya barajado en ningún momento la opción de restituir a la ciudad su nombre histórico, Tsaritsyn, que llevó durante más de tres siglos.
Tenemos el ejemplo de la antigua capital rusa, a la que se le devolvió su nombre histórico. Antes de la Primera Guerra Mundial la ciudad a orillas del Nevá se llamaba San Petersburgo (no en honor del fundador de la urbe a principios del siglo XVIII, como muchos piensan, sino en honor de San Pedro). Cuando estalló la Primera Guerra Mundial su nombre se rusificó, se le quitó el sonido alemán: Petrogrado en lugar de Petersburgo. Pero sólo diez años más tarde, después de la muerte de Lenin, líder de la revolución de 1917, se bautizó con el nombre de Leningrado. Luego, a principios de la década de 1990, volvió a llamarse San Petersburgo.
La tradición de rebautizar las ciudades tras la muerte de los líderes comunistas se conservó a lo largo de casi todo el siglo XX: hasta la misma disolución de la URSS existieron las ciudades de Ordzhonikidze, Kúibishev, Brézhnev y Andrópov. Aún hoy se puede ver en el mapa Kírov, Kaliningrado (la antigua Königsberg prusiana) e incluso Togliatti (nombre del dirigente del partido comunista italiano), ciudad donde en la época soviética se abrió una planta de producción donde se fabricaban los automóviles Zhigulí, cuyo prototipo era un modelo de los Fiat italianos.
Otro nombre al que se suele hacer referencia desde hace ya casi cien años es Río de Janeiro gracias a la popular novela Doce sillas del Ilf y Petrov, que cuenta con expresiones que han pasado a integrar el acervo cultural. El protagonista, Ostap Bender, un romántico aventurero, al ir a parar a una triste provincia rusa pronuncia una frase que se ha convertido en un famoso dicho: “No, esto no es Río de Janeiro…”.
Con el nombre de Moscú se relaciona un dicho popular: “Moscú no cree en las lágrimas”, cuyo sentido es que el éxito en esta ciudad sólo lo consiguen las personas fuertes y que no se vienen abajo con los fracasos (precisamente así se titulaba una película soviética sobre tres provincianas que se lanzaban a la conquista de Moscú en la década de 1950 y ganó un Oscar a la mejor película extranjera en 1980).
Y la capital danesa ha entrado a formar parte del folclore ruso gracias a sus particularidades fonéticas: la frase “Ya v etom ne Kopenhaguen” (“Yo en esto no Copenhague”) remite fonológicamente a la frase “Ya v etom ne kompetenten” (“Yo en esto no soy competente”), pero dicha por una persona pretenciosa que no sabe exactamente cómo se pronuncia la palabra “kompetenten”.
Por último, he aquí otro ejemplo de fricción entre lingüística y política que podemos observar en estos días. Tiene que ver, a decir verdad, no con ciudades sino con países enteros. Cuando en ruso se habla de hechos que acontecen en otro país, se utiliza la preprosición “v”: “V Amerike, v Guermani, v Kitae” [en América, en Alemania, en China]. Pero para Ucrania en ruso siempre se ha utilizado otra preposición, “na”, formando la frase invariable «Na Ukraine» [en Ucrania].
El matiz está en que la preposición “na” se utiliza en construcciones con nombres de regiones de Rusia (“Na Urale, na Kubani, na Dalnem Vostoke” [en los Urales, en Kubán, en el Lejano Oriente]. A día de hoy en la sociedad sigue sin haber una opinión unánime respecto a la corrección de una u otra variante: la mayoría de personas (incluidos también los lingüistas) siguen considerando como única forma correcta la tradicional, “na Ukraine”, mientras que los ucranianos creen que no se adecúa a la nueva realidad política.
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