Fuente: RBTH
Había nacido en el corazón de Buenos Aires, en la avenida Corrientes 2046. La idea del belga Albert Bourdon, responsable de sus líneas art déco, era crear un espacio artístico al nivel de la calle y departamentos de viviendas en los pisos superiores. Así, en 1929 abrió el Cine Teatro Cataluña, que fue ganándose un lugar en la cartelera porteña gracias a sus películas en continuado a precios accesibles.
La historia del Cataluña cambiaría para siempre en 1955, cuando lo compró Isaac Argentino Vainikoff, socio local de la distribuidora soviética Artkino, que significaba “cine arte”. Apasionado por los films fuera del circuito comercial, llevaba una década distribuyendo películas que -como le gustaba decir- debían encontrar su público.
Su trabajo nunca fue sencillo. Los censores lo prohibían bajo “acusaciones” de comunista. “Usted es un suicida: trae películas soviéticas ahora que los alemanes van a dominar el mundo”, le decían los militares que comandaban la Dirección General de Espectáculos. En 1944 lo detuvieron cuatro veces y al año siguiente se exilió en Chile, de donde volvió tras el derrumbe del régimen de Hitler.
No fue suficiente: entre 1947 y 1951 un decreto firmado por Raúl Apold mantuvo prohibidas las películas de Artkino, calificadas como “propaganda partidaria” por el jefe de Prensa y Difusión peronista. Vainikoff le pidió explicaciones a la mismísima Evita, que le confesó: “Sus películas son las que más me gustan, pero también las que más problemas nos traen por nuestra carrera contra el comunismo”. A pesar de esos problemas, “la abanderada de los humildes” le solicitó proyectar En las arenas del circo en el Obelisco: fueron 100.000 personas. Cuando el distribuidor se encontró con Perón, el creador del Justicialismo se hizo el sorprendido: “¿Cómo que están prohibidas las películas rusas?” Tras el momento incómodo, ordenó autorizarlas.
Con las aguas más calmas, Vainikoff tomó el control completo de su sala. Luego de un reacondicionamiento integral, el 30 de agosto de 1966 la reabrió como Cosmos 70. Su primer gran éxito fue el film checoslovaco La tienda de la Calle Mayor (Ján Kadár y Elmar Klos, 1965), ganador del Oscar, con 23 semanas en pantalla. El Cosmos 70 se transformó rápidamente en un espacio de estilo y vanguardia, pero no pudo impedir el regreso de los fantasmas. El general Juan Carlos Onganía, otro gobernante con espíritu represivo, ordenó secuestrar las copias de Los amores de una rubia, de Milos Forman (1965).
A lo largo de un período dorado (1962-1987), los espectadores volvieron a disfrutar -o incluso, vieron por primera vez- joyas como Octubre (Eisenstein, 1928), La madre (Vsevolod Pudovkin, 1926) y La guerra y la paz (Serguéi Bondarchuk, 1968), que como duraba más de siete horas, se proyectaba en dos partes, a veces con semanas de diferencia. Pero era demasiado tarde para los censores: había una buena estrella sobre Vainikoff y el Cosmos, que forjó su identidad con los ciclos de cine soviético mudo y sonoro. En una escena dominada por las distribuidoras estadounidenses, sus películas permitieron conocer las relaciones que se establecieron entre el cine y la revolución. Serguéi Eisenstein, por ejemplo, sustituía al superhéroe individual por el héroe colectivo transformador. Como había proclamado Lenin, el cine era el arte más importante para formar conciencias.
Otros de sus “lujos” fueron la proyección de La batalla de Berlín, de la epopeya serial Liberación (Yuri Ozerov, 1969) y La gran batalla de Stalingrado (María Slavinskaia, 1963), impactante documental sobre la guerra contra el nazismo. También exhibió Pasaron las grullas (Mijaíl Kalatozov, 1957), que retrató la Gran Guerra Patria del pueblo soviético, uno de los films que marcarían la renovación pos-estalinista.
Durante la sangrienta dictadura (1976-1983), el Cosmos reforzó su status de resistencia. Luis Vainikoff, hijo de Isaac y responsable posterior de la programación, explica a Rusia Hoy que “una de las cosas a recordar fue la exhibición de El Acorazado Potemkim (Eisenstein, 1925), que estando prohibida, se autorizó por un día. La pasamos ocho o nueve veces a sala llena y en esa época la sala tenia 1.181 butacas”.
El regreso a la democracia fue un respiro temporal: los costos del material proveniente de la URSS se habían encarecido demasiado. El cine cerró el 30 de noviembre de 1987, tras la proyección de Solaris de Andréi Tarkovski. Para disgusto de los vecinos, en la década siguiente funcionarían allí un templo evangelista y una discoteca.
La nueva reapertura llegó el 26 de noviembre de 1997, gracias a la insistencia de Luis e Isaac Vainikoff, entonces de 87 años. “Es una inyección de vida”, celebraba su padre ese día. A tono con los tiempos, el nuevo Cosmos tenía una sala con 220 butacas y otra con 40.
Vainikoff murió en noviembre de 2003 y -por la baja cantidad de espectadores- el cine volvió a cerrar a fines de 2008, para reabrir dos años después. La Universidad de Buenos Aires lo compró por 2,5 millones de dólares. El secretario de Extensión, Oscar García, contó entonces que, a pesar del deterioro, se habían encontrado antiguos fotogramas de películas soviéticas y carpetas escritas en ruso. “Parecía una dependencia de la KGB”, comparó.
Hoy, la Sala Eisenstein del Cosmos-UBA tiene 144 butacas y la Cataluña, 30. Con un pie en el pasado y otro en el futuro, la cabina conserva los dos proyectores de la familia Vainikoff e incorporó cuatro formatos digitales. En un circuito que cada vez espera menos a que las películas encuentren su público, el Cosmos sigue honrando la tradición de los Vainikoff: amor por el cine de autor, entradas populares y el convencimiento de que hay otra forma de ver el mundo.
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